allí III

Los recuerdos de mi madre son confusos, pero llegan a mi memoria imágenes suyas de cuando era pequeña, no habría pasado los cinco años. Era bellísima, recordaba que me encantaba haberme parecido a ella. Su pelo era negro y ondeaba en el viento su textura ondulada, a pesar de que yo me parecía bastante a mi padre, pasaba con ella todo el tiempo que podía, me enseñaba a realizar las labores, y luego, cuando creían que ya habíamos terminado, me contaba historias alucinantes. Historias que jamás habría pensado que fueran verdad. Hasta que se fue. Cuando se marchó, se llevó la inocencia que ella misma había construido en mí. No deje de ser una niña, pero la alegría que había en mí, se la llevó consigo adónde quisiera que se fuera.
-Cariño, me voy –me dijo con voz llena de ternura mientras me acariciaba la mejilla con suavidad.
-¿A dónde vas, mamá? –pregunté, divertida por la idea de un nuevo juego, pero la tristeza de sus ojos me devolvió al suelo, a la realidad.
-No puedes venir conmigo, cielo –una lágrima la atravesó el rostro y calló sobre la palma de mi mano abierta -. Búscame, ¿me lo prometes?
-Sí, mamá –respondí mientras mis ojos vidriosos y envidiosos derramaban gotas de lamento.
-Te quiero mucho, no lo olvides nunca. Ya me he despedido de tu hermano y de tu padre. No saben adónde voy, pero te aseguro que es mejor así. No podría perdonarme si os pasara algo. No olvides jamás las historias que te he contado.
Me beso en la mejilla con suavidad y se alejó. Recuerdo que tendría unos seis años, y que me quedé llorando.
Mi padre necesitaba mi ayuda, y si no era mi ayuda, era mi cariño. Así que intenté apartar todos los recuerdos, porque cuando se es tan pequeña, una no puede olvidar lo que más quería en este mundo.
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